Thursday

Ana Noguera y Enrique Herreras: Las contradicciones culturales del capitalismo en el siglo XXI: una respuesta a Daniel Bell, Madrid: Editorial Biblioteca Nueva, 2017, 288 pp.

Reviewed by María G. Navarro 

Azafea: Revista de Filosofia (20): 265-268. 2018.


Esta obra destaca por aplicar una sencilla y productiva técnica de composición en el análisis de los problemas de nuestra época, a saber, la revisión y el análisis de la recepción de un clásico del pensamiento político publicado por el sociólogo estadounidense Daniel Bell en 1976, Las contradicciones culturales del capitalismo.
       Con frecuencia, escuchamos juicios acerca de la presunta devaluación de la función de académicos e intelectuales en las tareas de diagnóstico acerca de conflictos y encrucijadas de nuestro tiempo. De acuerdo con dichas presunciones, nuestra época sería tan compleja desde el punto de vista tecnológico, cuando no científico e incluso técnico, que impondría limitaciones insalvables a la producción académica relacionadas con su efectiva distribución, la vigencia de su cultura de género discursivo y su misma inteligibilidad; razón por la cual otros perfiles profesionales estarían reemplazando en las redes e Internet el cometido otrora asociado con intelectuales, investigadores y académicos.
       Frente a este tipo de veredictos no sustanciados, este libro destaca porque conecta al lector con tareas perennes de la indagación académica tales como la de justificar la recepción de una obra, emprender una revisión bibliográfica completa y ofrecer una respuesta ponderada acerca de cuáles son los debates suscitados en torno a las contradicciones culturales, políticas, sociales y económicas inherentes al capitalismo en el siglo xxi. Los autores lo advierten de manera testimonial desde el principio: este libro conecta con las inquietudes de los estudiantes que leyeron a Bell hace cuarenta años —o tal vez hace menos— porque deseaban saber cuál sería el futuro del sistema económico y político. Así es como una pregunta sencilla y honesta pone en marcha un mecanismo de composición certero —el de la revisión y el análisis de la recepción— que, a su vez, conecta con el lector de hoy.
       Ana Noguera y Enrique Herreras muestran en primer lugar las contradicciones del neoconservadurismo de Daniel Bell, sus luces y sus sombras, en un libro —el que se reseña— del que ciertamente se extraen sobre todo enseñanzas. La primera de ellas es la de entender el presunto neoconservadurismo de Bell como efecto de su posición frente al impulso hedonista y el espíritu consumista que han destruido la más elemental base moral del capitalismo originario dando lugar a una sociedad que carece de civitas. Noguera y Herreras no desafían los argumentos esgrimidos por Jürgen Habermas acerca de Bell quien, en efecto, propuso el retorno a una concepción de la religión que consiguiera restaurar valores como los de la disciplina y el esfuerzo, integrados en un sistema moral de recompensas que ensalza la satisfacción protestante del trabajo. Sin embargo, los autores realizan un auténtico trabajo de recepción que atiende al pluralismo. Por ese motivo construyen un punto de vista más complejo acerca del impacto de la propuesta del sociólogo estadounidense cuando atienden igualmente a los argumentos esgrimidos por Adela Cortina para quien Bell tiene sencillamente una postura ilustrada porque apela a un concepto de «religión civil» que indaga en aquellos elementos con una función determinante para la cohesión social ya que buscan crear una comunidad de significado entre individuos bien distintos. De este tipo es, por ejemplo, el concepto de «hogar público» entendido como aquel ámbito de administración de ingresos y gastos que es competencia del Estado y que se contrapone tanto al «hogar doméstico» como a la «economía de mercado».
       Las tesis de Bell se desgranan con detalle en la primera parte del libro dedicada a analizar la teoría crítica y el neoconservadurismo. Estas dos corrientes disputaron el espacio de análisis acerca de cómo eran las sociedades del capitalismo tardío descritas de común acuerdo como «posmaterialistas» tras los años de protesta de la década de 1960, cuando las normas democráticas de la autodeterminación política sufrieron una crisis sin precedentes en el capitalismo moderno.
       En el diálogo entre neoconservadurismo (un discurso dirigido, según los autores, a las élites gobernantes) y teoría crítica (dirigida a los movimientos sociales) se consigue establecer un espacio controversial dinámico para la recepción filosófica de las distintas contradicciones descritas por Bell. De este tipo es, por ejemplo, la radical contradicción cultural del capitalismo cuando este da lugar a un estilo de vida alejado de la laboriosidad y del ahorro, pero también de la sobriedad y, sobre todo, de la eficacia, porque se instala en una sociedad de consumo masivo «[l]o cual provoca un gran dilema: que el modernismo cultural, autodenominado subversivo, haya sido acogido por la sociedad burguesa, capitalista. Es decir, una cultura derivada de sus creencias vacías, lo que conforma el estilo de vida trivial, el de una masa cultural que quiere “emanciparse” o “liberarse”, pero a la que le falta toda guía moral.» (p. 45).
       Las contradicciones culturales consiguen irrumpir en el capitalismo porque este fue concebido originariamente dentro de los límites de una sociedad liberal con su propio ethos, identificado con un sistema de recompensas para promover fines individuales y no con una economía interdependiente con fines colectivos explícitos.
       Ana Noguera y Enrique Herreras muestran la razón de ser de las contradicciones del capitalismo apuntadas por Bell pero lo hacen en conversación con algunos de sus intérpretes más destacados, tales como Adela Cortina, Helmut Dubiel, Jürgen Habermas, Victoria Camps, Domingo García Marzá, Fernando Vallespín, etc. La recepción llevada a cabo por sus autores permite al lector ubicar las aportaciones de filósofos de nuestro entorno idiomático y cultural en genuina conversación con académicos de otros lugares del mundo. El libro contiene numerosas alusiones a conferencias dictadas y a encuentros académicos de diversa índole. Como resultado de ello, esta publicación proyecta una imagen sólida de diálogo vivo y obra coral, en sintonía con el objetivo de un libro que se propone profundizar en la recepción y dilucidar qué respuesta cabe dar a Daniel Bell.
       Los autores establecen un hilo conductor que va evolucionando a lo largo de la segunda parte de las dos que componen este libro. En la segunda parte se debaten las aportaciones esenciales de Amartya Sen, John Rawls, Victoria Camps, Gerard Cohen, Jesús Conill, Gilles Lipovetsky, Antonio García-Santesmases, Daniel Innerarity, Robert Castel, Sami Naïr, Thomas Piketty, etc. Ana Noguera y Enrique Herreras se refieren a las contradicciones fundamentales del capitalismo en el siglo xxi, pero dándoles el tratamiento de auténticos dilemas.
       «Dilemas actuales» es la segunda parte de este libro y constituye una aportación genuina, atenta a los desafíos de la actualidad política nacional e internacional, así como a los efectos de la evolución desde el capitalismo comercial al capitalismo industrial y, más tarde, al financiero. Los autores de Las contradicciones culturales del capitalismo del siglo xxi describen los efectos del individualismo narcisista tan preponderante en la sociedad actual. Para ello, asumen igualmente la determinante senda marcada por Max Weber y su concepción sobre el capitalismo y la influencia de las religiones como factor de configuración sociocultural. Pero añaden a dicha tradición de pensamiento social, moral y político argumentos éticos y económicos que respaldan la tesis a favor de la profundización desde un Estado del bienestar a un Estado de justicia que inspire de veras una nueva política con la que poner freno a la nueva cultura social generada por la el capitalismo financiero. 

María G. Navarro (2018) Reseña de "Las contradicciones culturales del capitalismo: una respuesta a Daniel Bell" de Ana Noguera y Enrique Herreras. Azafea: Revista de Filosofia (20): 265-268

Friday

Enrique Alonso (2015) El Nuevo Leviatán. Una historia política de la Red. Diaz & Pons Editores. 208 pp., ISBN: 978-84-942496-9

Reviewed by María G. Navarro 

Dilemata. Revista Internacional de Éticas Aplicadas. Año 8, núm. 22, págs. 363-369





A riesgo de equivocarme al elegir el tono o, mejor dicho, el enfoque, deseo comenzar esta reseña constatando la enigmática dificultad que supone describir, comentar o, aún más, llegar a desentrañar el alcance filosófico y político de El nuevo leviatán: Una historia política de la Red. Explicaré de inmediato a qué me refiero.

Nos encontramos ante una obra publicada en la editorial Díaz & Pons pero dentro de una línea editorial —la colección Kritik— reservada para la publicación de obras como las de Ivan Illich, un analista y visionario austriaco dedicado a la investigación de las relaciones entre individuo y sociedad. Este es, por consiguiente, un libro dedicado a una forma de ensayo para la que se ha concebido un diseño editorial cuyo volumen y portabilidad se ajusta al máximo a la función socio-política que cumple todo dispensador. Lo que aquí se franquea o distribuye exige la concreción de un diseño de esta naturaleza. La mayoría de los dispensadores de ideas y objetos de consumo de más poderosa proyección socio-política tienen las dimensiones de un auténtico libro de bolsillo, es decir, de un proyectil. En su dimensión divulgativa, este libro no solo funciona como un proyectil, también se relaciona con objetos y temas de investigación social cuyo trayecto no solo presentimos en curso sino tan próximo a nosotros mismos como lo puedan estar los dispositivos electrónicos que llevamos encima en nuestros desplazamientos.

La metáfora explicativa del proyectil, que tan pronto percibimos impulsando desde el origen lo que él mismo proyecta como enfrentando aquello en lo que hace diana, tal vez nos «hace ver» uno de los elementos que el propio autor quiso destacar durante la presentación del libro que tuvo lugar en la liberaría Traficantes de sueños el ocho de junio de 2016: «a veces el futuro se anticipa». Y en esto radica esa dificultad enigmática a la que me refería al principio: al desentrañar la historia política de la Red, Enrique Alonso nos confronta con un tipo de trayectoria que no está completa a día de hoy (no puede estarlo); y en relación a la cual no contamos con suficientes teorías explicativas. Este es el desafío que enfrenta este ensayo, y en él se puede reconocer una disposición pedagógica particular del autor que, en conversación con su público, reconoce haber escrito este libro porque, llegado un punto, no parecía en absoluto fácil responder a la pregunta de quién manda en la Red. Este es un libro escrito por un especialista que reconoce su necesidad de aclararse cuestiones. Es un libro necesario en primer lugar para su autor. En mi opinión, de aquí se derivan muchas ventajas. Y sí, estoy pensando en ventajas comparativas como no podía ser de otro modo. Las historias de la Red, por lo general, no dan cuenta del enfoque desde el que estas son concebidas, fomentando así la equívoca idea según la cual la Red sería un hecho (no un significado) en cuya datación intervendrían ciertas demandas y acontecimientos relacionados con su satisfacción y/o su respuesta. A mi modo de ver, este libro ofrece al lector una perspectiva (histórica) que accede a su propia razón de ser conforme avanza el libro: porque se construye como (historia) política de la Red. Una historia de padres fundadores, de gurús del software libre, de instituciones y de desafíos: sobre los modos en que entendemos e incluso imaginamos las negociaciones o sobre la limitadísima penetración institucional de la cultura democrática prototípica de los modelos representativos, etc.

Esta es una historia de la Red como un hecho cuyo sentido se disputa, y en la que intervienen diferentes tipos de agentes, de colectivos y de agencias. Al aplicar verdaderos procedimientos de indagación sobre realidades omnipresentes en nuestras vidas (qué es Yahoo, cuáles fueron las primeras leyes de la Red, cuál fue el impacto de las organizaciones dedicadas a la edición de estándares industriales, qué es un protocolo y un largo etcétera) este libro también puede entenderse como un auténtico ensayo de cultura digital. En El nuevo leviatán las piezas de una complejísima ingeniería aparecen por fin no solo desguazadas como si fueran piezas de un mecanismo sino, antes bien, desentrañadas en el interior de un relato. La lectura de esta obra hace notar a sus lectores hasta qué punto la narrativa en la que nos desenvolvemos como usuarios de la Red puede tornar opaca la verdadera historia subyacente, y, como consecuencia de ello, sustraernos de la reflexión sobre su significado y su proyección social, política, institucional y económica.

Pero este libro no solo se centra en el examen y reconstrucción históricas de las condiciones que hicieron posible la Red tal y como la conocemos, también consigue franquear y proyectar políticamente esa investigación histórica con el propósito teórico de dar una respuesta tentativa a la pregunta de cuál es el gobierno de la Red e invitarnos a dilucidar con él qué clase de futuro se (nos) anticipa. Este es por consiguiente un libro en el que se exhibe una extraña sintonía intelectual con las dificultades y perplejidades experimentadas en la actualidad por cualquier ciudadano (esté o no conectado, conozca más o menos el alfabeto digital de nuestros tiempos). Muchas de esas dificultades ya no dependen exclusivamente de aspectos como el particular grado de alfabetización digital, sino del hecho principal de que la transformación digital ya no solo es un problema tecnológico sino un desafío (e incluso un compañero de viaje más) en nuestras democracias.

Ya en La quimera del usuario. Resistencia yexclusión en la Era digital, Enrique Alonso nos advertía de que

 «quien posea el código que controla los mecanismos de la sociedad de la información determina las reglas, los derechos y los flujos de todas nuestras interacciones. Acceder o no a ese código representa la diferencia entre poder sentirse libre ante la herramienta que uno debe manejar, o aceptar mansamente las condiciones que ella nos impone.» (2011, 25)

Sin embargo, en la constatación misma de esta experiencia (la de un conocimiento limitado de ese código) ningún ciudadano puede desentrañar la razón de ser de que los mecanismos de la sociedad de la información sean como son. Nuestras limitaciones e incluso nuestras destrezas al utilizar ese código no nos garantizan un entendimiento de su significado o de su transcendencia en términos socio-políticos. A mi modo de ver, es precisamente en su última obra donde Enrique Alonso explora a fondo esta y otras cuestiones cuya actualidad e inmediatez con demasiada frecuencia tienen el paradójico efecto de sustraernos de un debate latente, que subyace tanto a los procesos iniciales de institucionalización de la Red, como a su liberalización y a su posterior receptación de poder. Más que un ensayo de cultura digital (o además de esto), en El nuevo leviatán se consigue proyectar un discurso en el que se entrelazan cultural digital y cultura democrática. Ninguna de las dos puede ya concebirse por separado ni funcionarán ya seguramente en el futuro por separado. No deja de ser un mérito pedagógico particular de su autor que la reflexión acerca de estas dos dimensiones fundamentales de la cultura (e.g. la digital y la democrática), que atraviesan nuestra condición de ciudadanos, hayan sido por fin rastreadas por un experto en computación cuya formación humanística le ha permitido concebir un libro realmente útil. Aunque su autor reconoce con humildad que en la génesis de su texto intervino, sobre todo, su necesidad de escribir un libro para aclarar ciertos asuntos en primer lugar a sí mismo, cualquier lector reconocerá en él la discreta virtud de quien se sabe poner en el lugar del otro. O en plural: otros; porque lo cierto es que su autor parece haberse puesto en el lugar de muchos. En primer lugar, y por comenzar por algún sitio, se ha puesto en el lugar de quien no es un ingeniero informático, pero siempre quiso entender el origen de Internet como si lo fuera (¿no habría de existir en puridad semejante derecho si se contase con un experto con la capacidad pedagógica suficiente?). También se ha puesto en el lugar de quien quiere pensar la Red, filosofar sobre ella, pero al iniciarse en este tema se encuentra con discursos ya hechos en torno a este mismo tema en los que se escamotea la información histórica necesaria para entender los productos teóricos que quepa asociar a este fenómeno como resultado de pensar sobre él. O, al contrario, se topa con historias muy detalladas acerca de gurús, empresas y propósitos militares que no terminan de despegar hacia ningún lugar. El nuevo leviatán es una obra proyectil. Se pone en el lugar de una colectividad, de un conjunto de personas, la sociedad en general: al fin y al cabo, lo que le interesa al público no es conocer con detalle los engranajes de la sociedad del conocimiento sino reconocer los mecanismos y oportunidades de su proyección democrática.

Hay muchos debates sobre este gran tema en curso, y de nuevo, tengo el convencimiento de que esta obra (cuya «mundiformidad» habla de los dispositivos móviles con los que accedemos a Internet y adopta como libro la forma del mundo con el que dialoga y en el que está inserto) puede servir para reconocer dónde están a día de hoy las verdaderas controversias y dónde, sin embargo, solo hay debates ciertamente interesantes, pero en los que quizás ya se ha dejado de capturar el presente. Enrique Alonso nos permite ver dónde radican las cuestiones importantes, las encrucijadas de El nuevo leviatán:


«¿Es posible ofrecer contramedidas a esta derivada del neoliberalismo de finales del siglo XX? Es cierto que el usuario es en definitiva quien sustenta la Red. Lo hace a través de su presencia generando una nueva especie de plusvalía, la plusvalía digital, consistente en el tiempo que empleamos en usar un recurso o plataforma en la Red. Esa plusvalía es, como hemos visto, la base de la economía de buena parte de los agentes que hemos tratado en capítulos anteriores. ¿Se la podemos negar, podemos reclamar un retorno de esos beneficios? Ciertamente podemos, y quizá hasta debemos, pero la reapropiación de las plusvalías no es nunca un proceso simple ni inmediato. […] Pienso más bien que la reapropiación política de la Red desde el poder ciudadano no vendrá de un asalto directo a sus instituciones y formas de gobierno, sino de una acción indirecta canalizada desde el poder político tradicional forzado mediante el uso de las herramientas que la Red ofrece. El efecto de esta paradójica cinta transportadora podría ser empleado para poner en la mesa asuntos que están fuera de la agenda en el momento presente, pero que son los únicos que pueden recalificarnos a una forma digna de ciudadanía en la Era digital.» (2015, 199-200)

Tuesday

A Principled Standpoint: A Reply to Sandra Harding

Take the strong rhetoric! This expression comes to mind as we set in order the ideas and impressions prompted by Sandra Harding’s “An Organic Logic of Research: A Response to Posey and Navarro”.
On Strong Rhetoric and Objectivity
Sandra Harding is one the leading philosophers of science on the international scene. Her work has been, and continues to be, determinant in different areas of knowledge: science policy, philosophy and history of science, sociology of scientific knowledge, social epistemology, feminism, legal theory, political theory, etc. There is no scientific discipline unaffected by the theoretical and practical impact of the methodological programme advocated by Harding. Her latest work—for some, one of the author’s most accessible to the wider public, an opinion I am happy to share—offers a magnificent opportunity to become acquainted with her thinking. 
In her response, “An Organic Logic of Research: A Response to Posey and Navarro”, Harding reminds us of the importance of other perspectives and authors with regard to their impact on what we can consider one of the greatest aims of social scientists and humanists in the last few centuries. As any reader will immediately appreciate, this objective—to which I will refer presently—has been thematized in many different forms in recent years, the fact being that the way it has been treated has done nothing but enhance its centrality.
In some cases, for instance, this common target in research has been identified with a critical review of the role played by political interests in the development of the scientific theses upheld by the Vienna Circle and logical positivism. In others, this shared objective has been associated to the loss of scientific legitimacy—and subsequent crisis—as a consequence of the influence of the post-colonial theory in a number of fields of knowledge, such as natural history in the 18th and 19thcenturies.
It is true that there is a common research objective, and Harding in her response provides a rigorous overview of some of the most outstanding contributions regarding a wide spectrum of common research of which, as a sample, we may mention studies in the political dimension of science and other academic traditions that are on a par with the economic and political assumptions undermining major epistemic values such as objectivity, with which, paradoxically, those same traditions and views on science are in line with.
Still today, for many, epistemic values such as objectivity stem from prototypical postulates of logical empiricism. This is why one of the most urgent tasks is to elucidate how to turn this situation around, or in other words, how to show the public at large that an alternative exists to the notion of objectivity defended not only by the Vienna Circle but also by other authors who have continued to defend equivalent epistemic, political and economic postulates.
Thanks to Harding we have learned that, to rise to this challenge, we need to begin by acknowledging the success of theoretical prevalence in this notion of objectivity. Indeed, the rhetorical principle that best describes this first step could be explained in much greater complexity, though it is possible to capture it with the motto: take the strong rhetoric! Throughout her extensive academic life, Harding has referred to this idea in many conversations and interviews. As we shall see, this motto encompasses a rhetorical and (political) strategic content of considerable complexity and forcefulness.
Furthering Objectivity
In her response, Harding shows a courteous gesture toward other prominent colleagues whose contributions must likewise be known to those striving to unravel the political, social, economic, institutional, etc. consequences deriving from what is generally understood as the notion of objectivity associated by the general public with logical positivism.
However, among all the trends and authors cited in her response—along with many other authors with whom she entertains dialogue in her extensive works—only the standpoint theory has been taken seriously into account in the political strategy enclosed in the motto take the strong rhetoric!(besides Harding, perhaps only positivists and a few other analytical philosophers have taken this seriously; the latter, however, only for very different purposes to those manifested by Harding, of course).
Without doubt, objectivity is important because it is the essential component of one of the most forceful rhetoric formulas. Nonetheless, for many of the authors cited by Harding objectivity is but a regressive theme.
Many other authors have approached this common problem (that of objectivity). However, as we are endeavouring to suggest herein, it is also true that most have desisted from treating objectivity in other terms (undoubtedly, given their regressive nature). As a consequence, many authors have paid the penalty of being unable to offer a methodology or even an organic diagnosis on analysing how the problem of objectivity has been dealt with in the history of science. Obviously, this high price to pay is collective; and it is absurd to pay a high price for nothing, or in exchange for the absence of improvement to something that one already possesses and, in plain language, a nuisance (since this is the effect of not having at one’s disposal any other notion of objectivity beyond the notion arising from interpretations of Vienna Circle).
It is precisely in this light that we should understand the methodological response by Harding. A methodology that, in her latest book, is presented hand-in-hand with a survey of other equally important concepts, whose historiographical effects may lie in the same direction as her own proposal (i.e. to disclose the supposed neutrality of any form of research), though this does not imply that they provide an organic view. In 1995, Harding was already showing her concern over these issues in her statement:
[…] is advancing strong objectivity, strengthening objectivity, a regressive or progressive tendency? Many feminist and non-feminists think that it’s a regressive tendency, and they make very good arguments—they’ve made terrific arguments, and I try not to forget them. For one thing, it reinstates the authority of science; it reinstates a kind or internalist notion of science and argues that this can provide the most powerful, critical perspective on science. Yet, in other ways, my work resists that. I talk about starting from “outside” science. And so, there’s something a bit regressive about insisting on strengthening the notion of objectivity. Many critics of objectivity have made just that notion. For instance, Feyerabend tries to strengthen relativism, and Lorraine Code works with subjectivity and relativism. They’re taking the other side of the dichotomy. 
Now, my view on these matters is that if you are going to stick with that dichotomy, why take the weak side? Take the strong rhetoric (Hirsh, Olson and Harding 1995, 216-217).
Harding has defended in other circles this important epistemic and historiographical aspect of the standpoint theory as a methodology (i.e. the organic view of the logic in scientific research). For example, in “Standpoint Theories: Productively Controversial” she states:
I have been arguing that the continual renewal of the controversiality of standpoint theory is organically linked to its ever-expanding uses in actual research projects. Standpoint theory provides a logic of research that focuses attention on problems that are deeply disturbing to anyone reflecting on contemporary challenges to Western thought and practice, and yet insoluble within the philosophical, political, and theoretical legacies that they provide. Engaging with the needs and desires arising form the daily lives of less advantages citizens of the globe, and learning how our projects impact on their lives—these projects cannot cease to be controversial as long as social injustices exist (Harding 2009, 198).
Or attention is drawn to the fact that in other works by Harding such as “The Social Function of the Empiricist Conception of Mind” (1979), in in which she examines how certain ungrounded interpretations by Hume leading to a empiricist view of the mind—with the social and political effects of which not even Hume himself would agree—failed at the time to provoke such a polemic as this controverted and organic logic of scientific research has awakened through the standpoint theory. What is it that renders the latest contribution by Harding more controversial?
Many authors find that the motive is surely related to the insistence with which, throughout her career, Harding has defended the centrality of the subjects and producers of knowledge occupying marginal positions. We believe that the answer to this question has to do with one of the issues that Harding has postulated most insistently in her works and through which she is aiming for something more than merely catching our attention:
How shall study our lives? What can we learn from them? If we start off our thought form the lives of men in the dominant classes and races, we can gain only partial and distorted understanding of women’s lives, men’s lives and the social order. These are the partialities and distortions that characterize the conventional Western discourses and disciplines. In contrast, if we start off our thought form women’s everyday lives, we can see things that were invisible in and from the culture’s dominant conceptual schemes, things that make it possible for women to understand better the social forces that tend to shape the way we live our lives (Harding 1989, 16).
If we are not mistaken in our interpretation, from the above quote we can deduce that, for Harding, what is essential is not to acknowledge that there are observers whose perspective must be considered, but rather that there are individuals whose beliefs and standpoints—precisely because they occupy a subordinated/insubordinate position against cultural patterns of domination—can provide a better interpretation (i.e. showing greater consistency, truthfulness, fecundity, representativity, etc.). The latter is the important thing: the fact that these beliefs in particular arebetter than others. Nevertheless, as we shall demonstrate below, this is the most important thing but only in the initial stage.
The epistemic dimension of the standpoints of those suffering from diverse causes of marginalization owing to their localization (e.g. symbolic, cultural, economic, geopolitical, racial, gender, etc.) has been painstakingly analysed by Harding. Those interested can follow the fascinating evolution this subject has undergone in her thinking process (Harding 1977, 1986, 1992, 2001, 2002, 2005, 2006).
In the answers given by Harding to the questions posed by her interviewers, we can single out narratives that bring us closer to the political and social sensitivity and psychology of this author, who, on more than one occasion, has described how she was influenced by the following idea in Robert Burns:
So, strong objectivity is an issue, to put it in an extremely simplistic way, of learning to see ourselves as others see us. (What’s that Robert Burns said, “Oh, would some power the gift give us/ To see ourselves as others see us!?”) (Harding 1995. 204).
Standing in the place occupied by those who are deliberately and systematically marginalized can become a theoretical strategy that is not only justified but also necessary in any social claim for epistemic justice. The raison d’être for such a claim rests on the (presumed) epistemic virtues of standpoints that often emerge from those very places (e.g. greater legitimacy, objectivity, social relevance, testimonial interest and worth, etc.). However, from our point of view, what needs to be highlighted here is how Harding upholds that paying attention to those occupying such places (i.e. marginalized lives, lives treated as if they were worth nothing) is more than (and different from) a discursive strategy. In fact, according to our interpretation, in the final stages of her thinking, Harding considered this to be an obligation.
Harding nudges us further, asking us to “try and rethink how one’s social location can nevertheless be used as a resource in spite of the fact that we’re members of dominant groups,” (Hirsh, Olson and Harding 1995, 206) and to be the radical or progressive instructor who can critique and build discourses (and skills) is to position oneself as a resource” (Lyon and Conway 1995, 576).
Time and time again, Harding has insisted that it is unfair to lay exclusively in the hands of those occupying marginalized positions the responsibility of making it known (to all other human beings) what the effects are of their points of view having the type of value that they do. With regard to this problem, what we deem of greatest importance is that in her works she gives us the arguments we need to qualify as a duty what others prefer to present in terms of responsibility (i.e. epistemic justice). In addition, if we are not mistaken, the consequences deriving from this view surpass the sphere of what is moral, to enter the realm of the theory of law. The theory of law is an area that has always been at the forefront of Harding’s thinking, especially in underscoring the fertile connections between Feminism and Legal Theory Project, as conceived by Martha Albertson Fineman (1995, 2005, 2008) or as conceived by Cristina Sánchez Muñoz (2014, 2005, 2004) in legal and political theory.
Our wish to highlight in this paper that for Harding the impetus for social change must come form “outside the dominant conceptual framework” (Harding 2015, 30) is due to the fact that this issue has not always been treated with the attention it deserves by other interpreters of Harding’s work. In writing this, we have in mind, for example, the objection formulated by Fernández Pinto (2016, 4):
Of course, the strong objectivity approach may grant that a position outside the dominant knowledge framework is better for scrutinizing the methods and background beliefs of the dominant knowledge system, but there are many possible positions outside the framework, and t is not clear that all of them have equal epistemic value. In particular, it is not clear why we should encourage all of them, following the democratic value of diversity, instead of picking some of them, perhaps the positions of the most marginalized or of the groups that are most in need, and even explicitly reject some others, perhaps the positions of extremist groups.
From our standpoint, the weak spot in said objection is rooted in Fernández Pinto’s application of an indifferent deontological operator to classify the epistemic and democratic value of diversity. (This is done tacitly, as the application of deontological operators is not even considered.) In accordance with our interpretation of Harding’s works, the dilemma referred to by Fernández Pinto disappears when the obligatory deontological operator is applied. Precisely because we occupy a culturally and epistemically dominant position, we are under the obligation to verify the value (e.g. epistemic, social, moral, emotional, economic, symbolic, etc.) of each and every one of the beliefs emanating from marginalized people, groups, collectives or geographical regions. And assuming this obligation is a necessary normative requirement in relation to the question of objectivity.
References
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Fineman, Martha Albertson. “The Social Foundations of Law.” Emory Law Journal 54, no. 5 (2005): 201-238.
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